Tengo una debilidad por Francia. Ni qué hablar. Es una fascinación que se remonta a no sé qué momento de mi infancia. La torre Eiffel... las crepas... todos los clichés. La primera vez que la sentí cerca fue cuando iba en primero (¿o segundo?) de primaria y perdí mi chamarra ochentera (chaqueta o cazadora, para los “no mexicanos”) en un viaje escolar a la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca. Cuando llegué a mi casa comenzó la tortura: ¿Dónde está tu chamarra? ¿La olvidaste en el viaje escolar? ¿Cuándo la vas a traer de vuelta? ¿La dejaste en la escuela? A lo que no podía más que comenzar a elaborar la mentira más complicada que he dicho en mi vida. «Se la presté a Mayra» le dije a mi mamá. «Mañana me la trae Mayra», «Se le olvidó a Mayra»... Mayra, Mayra, Mayra...
Con el pasar de las semanas, mandé a Mayra hasta un lugar que por años había tenido por alguna extraña razón en mi cabeza: directito a Paris. «Mayra se fue a Paris, mamá», le decía. «Ya casi llega Mayra» le repetía. «Ya llegó, pero no contesta».
Nunca recuperé esa chamarra, pero Paris, y Francia por defecto, se quedaron en mi cabeza. Si escribiera un libro, mandaría a mi protagonista a Francia, a París, Loire o Bretaña de preferencia.
He estado en Francia varias veces, y espero volver muchas veces más, pero nunca la he visitado en primavera, y nunca he puesto pie en Bretaña. Algún día iré a esa región a probar las ostras de Belon, las mejores crepas del mundo y a ver el Mont Saint Michel.
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